jueves, 26 de enero de 2012

PREGUNTAS SOBRE LA EXISTENCIA HUMANA Y EL HORROR , CRUZANDO LA LINEA ROJA. Vicente Zito Lema





He aquí un punto de partida: La delgada línea roja es una obra de arte que se abre en abanico ante nuestros ojos con la gracia imborrable del plumaje de un ave real y la angustia que desencadena una lluvia de cenizas sepultando el rocío de las nubes mientras ocurre el alba. Puesta allí la obra (con justo formato de film independiente y la sospecha de una producción de envergadura poco común para un artista que trabaja desnudando verdades), sus formas se inscriben por momentos en una tradición que nombra al Acorazado Potemkim y Pasaron las grullas, y al más cercano Apocalipsis now.
Son formas que utilizando con criterio las nuevas técnicas exaltan nuestros sentidos y a la par nos apabullan, aturden con la desmesura de la violencia.
La representación estética de la violencia también tiene sus formas de perfección y el artista  Terrence Malick logra una sinfonía de silencios y de estruendos, de susurros que van hacia el aullido y se fusionan en nuestro espíritu, hasta lograr en un fugaz instante, nunca tan eterno, la calma perfecta que siempre antecede a las grandes tormentas. O al corazón que se devasta. (Terminada la película cuesta recomponernos, venimos de un viaje inaudito por los ríos del humano infierno…)
De allí en más, colmados nuestros sentidos, aceptando de Kant que las formas del arte pueden avivar el sentimiento de lo sublime, como otra distinción de la belleza aún en la noche más  profunda y proclive al espanto, el contenido de La delgada línea roja, puesto de pie por alguien que domina los secretos de su lenguaje, permite ser entendido en una lectura abierta y también contradictoria, llena de idas y vueltas, como un desafío amoroso a nuestra conciencia sobre el sentido y el sin sentido de la existencia humana.
Detrás de la delgada línea, roja de sangre, que separa en dos planos absolutos la tierra del cielo, se vislumbra la tristeza de los antiguos dioses, heridos, yaciendo agónicos sobre el regazo de una madre naturaleza que jamás conoció la piedad. Acaso porque la piedad, como el amor, es el fruto prohibido y solitario de los seres que crearon, a su imagen y semejanza, el gran horror de una civilización que nunca termina de devorarse a si misma. Aquí se abre otra pregunta: ¿ese ser, hijo de la violencia, ha terminado de hacerse, o sigue siendo un barro sin alma…?
Terrence Malick nos muestra, con una imagen potente que siempre cuestiona, y valiéndose a la par de una voz en off que trae palabras de infrecuente poesía en el cine, a una criatura humana víctima irredenta de su propia locura, cabalgando sobre los caballos del apocalipsis, puesta por fuera del universo, destruyendo una a una las normas que organizan la secreta armonía de la naturaleza. ¿Por qué la destrucción, si somos parte de la belleza del mundo?, se interroga el artista que gira y gira entre la cuerda lírica, el realismo metafísico y la crueldad como absoluto estético, según planteara alguna vez el poeta Antonin Artaud.
¿Es acaso nuestra potencia de destrucción el precio usurario que pagamos por gozar del libre albedrío?, vuelve a preguntarse. ¿Y a quien lo pagamos; hay un bien primero, finalísimo y absoluto?, insiste.
Habrá que entender, con límites y desde los bordes, donde se mueven las fantasmas umbríos de los grandes interrogantes, que el artista Terrence Malick se vale de un formato muy estratificado y hasta pervertido por el cine comercial norteamericano, y que lanza sus interrogantes a partir de hechos conocidos, ya asimilados por nuestra conciencia como parte de la historia contemporánea.
Sin embargo, la esencia perturbadora del asunto en cuestión, la violencia exacerbada y masiva en su monstruosidad, que llamamos guerra, tanto como los parámetros que rigen su poética, hacen de La delgada línea roja una perturbadora metáfora sobre la vida en su totalidad, esa vida inalcanzable en su idea, triturada como materia, humillada en la ética, ofendida en la poesía y que jamás hemos dejado de reproducirla como muerte.
Sus protagonistas llevan ropas de soldados. Igual podrían estar vestidos de obreros, sacerdotes o maestros, o mostrarse como ángeles de la guarda o íncubos de averno. Nada cambiaría, su apariencia se consume en el rol: ser portavoces del desastre en nombre de un destino que está más allá de su comprensión y de sus fuerzas.
La obra responde a un proceso espiralado y se nutre con sus avances y retrocesos, con sus contradicciones y paradojas, hasta con la propia retórica del género.
Pareciera ser el desenlace esperado de un orden agónico y sin esperanzas, donde la única posibilidad de existencia es la adaptación pasiva al reinado de Tánatos; sobrevolar entre las ruinas, ganar tiempo para que las aves carroñeras caigan primero sobre el cadáver todavía fresco del otro. Vivir –en el orden del padecer– unos minutos, unos días, algún año más, sea como sea. Lo contrario, sentir como propia la suerte del otro, ser parte de su dolor, es un gesto más que heroico, suicida. Muere en sí, no germina. No hay espacio para las excepciones. El poder,  en tanto realidad de los actos del poder, lo ejercen hombres uniformes en su amorfosidad, bien determinados, incluso en la punta de su pirámide pertenecen a una misma clase social, pero logran mimetizarse con los dioses y la eternidad a caballo de la debilidad, la sumisión o la alienación de sus víctimas.
El artista nos da en su obra una personal dimensión del poder. Sin despegarlo de su materialidad económica y política, le otorga a la brega – el poder sólo existe en sus actos y se manifiesta en la brega con los oprimidos –  una fuerte carga de maldad por la misma maldad; es un mal en sí, un ser en el estar. Lo vuelve religioso; desde otra perspectiva, metafísico.
Tal poder dispone de nuestras vidas y jamás rinde cuentas; no tiene cuerpo ni rostro ni alma propia y definitiva; apenas es un ente superior que alguien –puesto fuera de sí y de los otros–encarna.
De allí que tampoco importe en esta trama quién está en un bando o en el contrario; no hay que explicar las razones del conflicto, la guerra unifica las sombras en la monstruosidad. De una forma u otra en el campo de Marte no hay más que víctimas; los vivos y los muertos, los que triunfan y los derrotados. Por encima de todos y de todo; sin sudor ni lágrimas, sin lodo y sin manchas de sangre sólo queda el poder.
Igual a una lluvia de fuego, caen y caen las preguntas del artista creador sobre nuestras cabezas: somos los espectadores, los destinatarios de la angustia.
Sí, hay una lluvia de preguntas, pero también hay una bóveda celeste, un sol que trae desde la infancia el recuerdo de Dios, y una delgada línea roja, más dolida que desafiante, desde donde, como si fuera un faro, el artista Terrence Malick lanza arrebatos de amor humano (también el amor en el horror es una estrella que titila y se apaga) a un mar que ya no se distingue del abismo.
El hombre que pregunta por momentos nos corta el aliento. Muestra comprensión pero no abunda en la misericordia. El hombre que pregunta lo que este hombre pregunta, a boca de jarro, en la noche del cine, jamás será inocente.
Es un ser con historia y con ideología, viene de un mundo sin caridad, la fraternidad puede ser vista como un pecado, tiene experiencia, sabe con qué bueyes ara. También es un artista probado, con una subjetividad, una fantasmática y una estética bien definidas.
Surge entonces, agitando las aguas, un nuevo punto de partida: quien se interroga sobre la naturaleza del horror ya sabe, y el cineasta Terrence Malick pone en acto, en 135 minutos de película, la más aterradora de las certezas: vivimos en la muerte por desesperación y displacer de la vida, y la mayor agonía es tener la guerra por destino trágico, del que no podemos escapar, donde se resume la desesperación y la muerte de todos los días.
Hay otra vuelta de tuerca: si  la criatura humana elige momento a momento entre los actos del bien y los actos del mal; si en la conciencia de su decisión anida su humanidad; entonces, con la misma lógica de libertad, crea la cultura de la que forma parte, y es responsable, al menos si entendemos la misma como el conjunto de la libre producción humana en un tiempo y en un espacio preciso.
El bien y el mal; su estímulo y castigo; el amor y el odio, que cuesta distinguir; la pobreza y la riqueza, que siempre van de la mano; la razón que se oscurece y la locura que después de la oscuridad ilumina, son momentos fundantes de la cultura. Así también lo son el poder y la sumisión, la guerra en su continuidad y la precaria paz que se pierde en la noche como se pierde un grano de arena en el desierto.
¿La violencia es la marca de fuego de nuestra composición biológica, está en nuestra esencia y es inevitable? ¿La guerra como punto máximo del inconsciente y luego consciente afán de destrucción es una herencia cultural sin beneficio de inventario? ¿Es el cruel pago de la existencia por ser sujetos de necesidades que se satisfacen únicamente en sociedad? ¿Una sociedad que nos salva y a la vez nos devora y donde la primera regla es devorar al otro? ¿Siempre fue así? ¿Estamos condenados a la muerte así? ¿No hay otra sociedad ni otro destino? ¿Hubo un bien, un amor que alguna vez fue dueño de nuestra alma? ¿O apenas resultó lluvia de humildes nubes, que se pierde sin pena ni gloria en el atroz desierto…?
Acuciados por los interrogantes de una historia de guerras, Albert Einstein y Sigmund Freud intercambiaron cartas y posibles respuestas, poco tiempo antes que se desatara el conflicto bélico entre Estados Unidos y Japón, que da cuerpo a La delgada línea roja, en el espacio mayor de la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de sus esfuerzos no avanzaron mucho. Uno, Einstein, la imagen mayor de las ciencias duras, pugnó por la instalación de un orden mundial basado en la razón y la mutua comprensión de los hombres y las naciones; desde la naciente ciencia del psicoanálisis Freud, por su parte, instaló en un escenario público su teoría de las pulsiones, con su terrible consecuencia: la violencia y la destrucción son eternas, la guerra será inevitable. Acaso, una nueva dimensión para el Leviatán de Hobbes; no hay aquí esperanza, el hombre es y será el lobo del hombre.
Con tamaña inteligencia y hasta sensibilidad social, no se animaron sin embargo a dar su posibilidad histórica a una inédita construcción cultural, la antigua utopía de la igualdad amorosa; que nace allí donde terminan la política como poder, la riqueza como crimen y la propiedad abandona su maridaje con la muerte. ¿No era posible pensar, cuando era más necesario, que las estructuras económicas que reproducen materialmente la existencia podían privilegiar el valor de uso sobre el valor de cambio? ¿Dejar de ver a la naturaleza como una cosa sin vida que sólo sirve como tributo para otras vidas, aún desde su destrucción absoluta, y que sólo rinde si otorga ganancia por la ganancia, hasta el extremo de la usura? La naturaleza en sí se convierte así, por el mismo hombre, en enemigo del hombre; nada más que objeto de riqueza y especulación. ¿Se olvida entonces que alguna vez en nuestra historia, en aquella época que llamamos primitiva, cuando no había propiedad privada ni división del trabajo, los hombres sintieron y vivieron como parte de la naturaleza, la cuidaron y la amaron con sentimiento de hijos? ¿No era la naturaleza también el asombro y la belleza, que permitía compartirlo todo desde una igualdad en la diferencia…?
Son tiempos para un mundo que se pretende sin memoria y sin historia. Son tiempos de nuevas guerras. La única diferencia ahora es que se trata de sacar los cuerpos de la batalla y los cuerpos de las víctimas “colaterales” del plano de lo real; que no se escuchen los gemidos ni se vean los seres desgarrados y calcinados hasta convertirse en cenizas sin nombre. Hoy son los muertos imágenes virtuales, objetos semejantes a los muñecos de los juegos cibernéticos.
A pesar de todo, hay artistas que se obstinan, como Terrence Malick, en preguntarse sobre el sentido del horror, la necesidad de las guerras, la cultura convertida en el feroz cuchillo sobre la garganta sin mácula de la naturaleza, una naturaleza vivida desde el poder como la continuidad de los pobres y su pobreza.
También nuestro artista insiste preguntando sobre el alma, o sea: poner luz en la potencia del amor y en los consuelos de la belleza, esas nubes redentoras que pasan y pasan con su legado de glorias…
¿Habrá respuestas mientras nuestros cuerpos sigan siendo carne para los lobos, esos lobos con ojos que brillan como brilla el oro de la codicia en los humanos ojos…?

PUBLICADO EN LA REVISTA ARTEXTO N  4 


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